Atesoro la fortuna del cobarde.
Son cobardes mis dedos. Titubean y tiemblan, rodeados por el pensamiento de alcanzarte.
Son cobardes mis ojos. Huyen mis pupilas de reconocerte en las miradas sin color que dirigen otros rostros.
Son cobardes mis pies, atenuados en su impulso por el miedo a encontrar la línea invisible que marca el final del recorrido.
Te desconozco.
No he descubierto todavía tu presencia, mas la adivino sin huellas, única como un despertar, como la primera vez de todas las cosas.
No he escuchado el timbre de tu voz, nombrando con su propia cadencia, cada uno de mis gestos en tus respuestas.
En mi cobardía -esa íntima certeza que reconoce lo efímero de la luz, del tiempo, del ahora- late, sin embargo, la suerte que ayuda a sobrevivir a los cobardes de su propia incertidumbre. Ella me tiende su espejismo para que los recuerdos languidezcan y difuminen aún más su estela, engullidos por un océano distinto, de aguas inesperadamente bellas. Y mis hombros, entonces, interrogan a los restos desvencijados del pasado sin esperar en realidad respuestas. Y de mi mano cobarde caen las monedas con las que pagar el soborno al que la vida nos somete. Y sonrío, sintiendo en mi espalda la indefinible suerte del cobarde, porque aún habito en una isla que se rodea de costas de esperanza. En silencio, te intuyo. Experimento la valentía de soñar cómo acaricia tus labios mi silencio.
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No et crec cobarda en res