FOTOGRAFÍA de Pura María García
Del vientre materno
fui exhalación,
contracta existencia,
itinerancia breve
de un líquido universo
a un exterior de luz sin luz
y esperanzadas sombras.
De la infancia y su tiovivo inexistente
fui vaivén de arena,
torre efímera de un endeble castillo
sentido como edificio imposible en su caída.
La magia era el agua, brotando
de un sencillo grifo;
el pan, cada día, presente en una mesa
en la que cabíamos
cinco hermanos y un padre silencioso.
—Mi madre caminaba la mínima extensión
del continente doméstico,
fronterizo en su brevedad,
de la cocina—
De esa infancia de veranos en una playa
que parecía,
me pareció,
inmensa y oceánica,
fui expulsada
cuando un riachuelo de sangre
manchó íntimamente
mis muslos
y mi cuerpo.
Ya es mujer, escuché susurrar
a esa madre sin voz
que recogía, mientras hablaba,
los platos,
la ropa,
los enredos
y alineaba las sillas.
La adolescencia arraigó
tras ese paso inhumano y absurdo,
transcendente al parecer para los otros,
y fui carne deseosa de anhelar,
cuerpo creciente,
senos pequeños
que, sin hallar placer
se modelaban entre las manos pequeñas
de intrépidos amigos
que derribaban su sonrojo para
derribar su propio miedo.
Arraigó el desarraigo muy temprano.
Tan temprano que no hubo,
nunca más,
un atisbo de madrugada en mi mirada.
Abandoné la casa familiar
con los ojos conmovidos,
pero atados por la falsa voluntad de ser valiente
y no temer al mundo que emergía
tras mis pasos.
No pertenecí entonces al hombre que dormía
en el lado derecho de mi cama.
No pertenecí al hijo que me nació
un día de invierno,
al borde del final de un año antiguo.
No pertenecí a ningún lugar.
No hubo manos que me sostuvieran
suficientes, ni en su amplitud, ni en su caricia.
Amé, es cierto. Mucho.
Con un amor, como yo misma,
sostenido, contenido,
sin holgura,
desarraigado
del amor.
Ese amor que únicamente se cree,
pero se vive como cierto.
Vaivén eterno.
Eterna itinerancia.
Miedo irrompible,
sempiterno,
a la raíz que impide el movimiento.
—Y, a la vez, desde dentro de esta alma,
repetidamente rota,
el anhelo por enraizarme a tierra firme.
Ser sentida por brazos anhelantes.
Ser amor y amar.
Arraigarme en otro corazón
con diferente anatomía al mío propio—.
Desarraigada.
Desdoblada.
Vivida en un calidoscopio de colores
secretos.
Con miedo, sí.
Miedo a enclavarme en la tierra que degrada.
—Y, secretamente, anhelante de ser ancla
en un mar de espuma libre,
de besos y de agua—.
DEJARON SU VOZ ESCRITA…