FOTOGRAFÍA de Pura María García
A menudo, pienso:
Tengo miedo a la locura.
Confundo las distancias.
Nunca distingo los puntos cardinales.
Mi cuerpo apenas flota en el agua,
se hunde en el pavor a perderme, ahogada,
entre el azul que espumea en blanco.
Son muchas las tardes en las que soy un país
inhabitado, asolado por una repentina y cruel tristeza.
Me miro, de reojo, y no siento, hacia el reflejo,
la amistad que me llevaría a conocerme.
Un gusano se arrastra, en mi interior, cuando me asaltan
las preguntas eternas
e intento deshacerlas
lesionándolas hasta no dejar nada de ellas.
Las golpeo con el martillo de la eterna duda.
Mi ausencia, la de mí misma, me es
insoportable, reincidente.
Tengo frío, también, en las mañanas de verano
en las que, supuestamente, el sol
brilla de pleno y debería confortarme.
He odiado a mis padres,
con ese odio lógico, inocente,
de la niña golpeada
que no termina de comprender
la violencia del amor que nos malquiere.
Ahora los amo, ya mayores,
ya aguardando, sentados, en la silla de tiempo
que pronto se desvencijará
por la inevitable carcoma de la vida extinta.
Me atemoriza no salvarme.
No ser redimida por un amor
que definitivamente
no sea un señuelo
ni una trampa.
Tengo un miedo a amar
que es exacto al de no ser amada.
Me duelen algunos silencios.
Me duele ver supurar las heridas
que no fui capaz de detener
cuando fueron gestadas.
Me duelo.
Me siento temblar,
justo detrás de las costillas,
en el lugar exacto donde el órgano que suena
con latidos abstractos
se queda, a veces,
colgado como las cigüeñas
en los viejos tejados.
Me digo, a mi misma, que he de huir de mí
cuando me pienso
y correr al páramo vacío
donde nunca reposan las piedras quietas.
Pienso.
Hace un instante, me pensaba.
Pero, al otro lado de la mañana,
desmoronada dulcemente en medio de tu abrazo,
me regresas a ti,
a mí,
a la tregua necesaria ante
la cruenta guerra de mi yo interno.
Contemplo el faro de tu sonrisa.
Me dices, sin dejar de abrazarme:
“Bienvenida al mundo de lo humano”.
DEJARON SU VOZ ESCRITA…