FOTOGRAFÍA de Pura María García
La luna desdobla sus menguantes mitades.
Estoy perdida,
aún antes de entrar en este laberíntico camino
que es la vida.
La puerta, sin llave.
Una hilera de piedras la flanquean.
La verdad ha muerto.
Las aves, nuevamente, aparecen en mis sueños
repletos de árboles sin nidos,
de mares tejidos con algas de silencio.
A veces, como ahora, pronuncio nombres,
silabeo con el corazón
y amontono palabras
que, fuera de mí, no rasgan el aire
ni son devueltas, al alba, convertidas en sonido.
Y el laberinto se abre.
Yo camino.
Empieza un éxodo que las palmas descalzas de mis pies
reconocen
y creían, por siempre, olvidado y extinto.
La verdad ha muerto.
Caen los hambrientos niños con hambre de amor
abatidos por el tiro de gracia de la ausencia.
Caen las caricias.
Abandonadas.
En secreto, cuando nadie me observa,
las recojo y las confino
en la caja que guardo en mi garganta.
Tiempo después, el instante preciso,
desfila a cámara lenta por mi boca.
Y caen las amapolas.
Y descienden la nostalgia que me infecta.
Y esa incomprensión ante el mundo que se cierra.
Y se calla.
Y no es capaz de despedirse de los muertos.
Y no es capaz de abrazar con la mirada
la mirada aún viva de los vivos.
Todo lo hecho.
Todo lo dicho.
El cuerpo acompañado.
El pánico asido a la mandíbula de mármol.
Ese guardar,
guardarme,
alejarme de la indiferencia de quien me observa desde afuera.
La verdad ha muerto.
Las esquinas se pueblan de cambios de colores
que aseguran que nada cambia
en las aceras.
Y el laberinto, frente a mí.
Y su puerta, abierta, frente a mí.
Y el ahora, aun transpirando, frente a mí.
Y yo misma, frente a mí,
atándome a la boca un hilo de puntos suspensivos.
Lo dicho.
Lo hecho.
El ayer.
Lo callado.
Un leve temblor convierte mi respirar
en un espasmo abstracto.
Estoy perdida en un haz de luz que se dispone
a apagarse,
a salvarme de mí, a pesar de todo.
DEJARON SU VOZ ESCRITA…