FOTOGRAFÍA de Pura María García
Miramos la luna sin percibir que menguaba, cada noche.
Ocupamos un espacio acuático al descubierto,
espumeando besos,
ahondándonos los labios.
Conversamos, en una íntima lengua jeroglífica.
Desnudos de temor.
Vacíos de dudas.
Cada paraje se transfiguraba para habitarnos
en las tardes sin calma,
en los ojos sin sombras.
Las manos, siempre como epílogo.
Cada paso, una parte del índice vital que nos nombraba.
Tu piel blanca.
La horizontalidad de tu cuerpo, salvajemente carnal.
Coches de choque cruzando una pista sucia y estival.
Y los días.
Y tu mirada, sobre ellos.
Y tú, esperándome en aquella estación de autobuses
testigo de que jamás llegué a ti cuando estaba previsto.
Cada día, las manos ensangrentadas de amor.
Cada día había, con la seguridad de un reloj imaginario,
el donativo de una mañana siguiente.
Teníamos dieciocho años.
Hileras de tiempo por delante de nosotros.
Nunca supimos si el mundo estaba muerto o, tal vez, solo dormido.
Nos amamos, también en la finitud del banco
de los besos infinitos.
Nuestra adolescencia bramaba su nombre y sus vestigios.
Llegamos, aquel día, al Dream Motel.
Fuimos, a nuestro modo, libres.
DEJARON SU VOZ ESCRITA…