EL ARQUERO

Escribo.
Escribo otra vez.
De nuevo, a pesar de que mis dedos se sienten rígidos, con una solidez extraña. Pesan.
Les incito al movimiento, a mis dedos, desde el pensamiento. Porque es cierto que no he dado existencia a versos ni párrafos desde hace mucho. Parece una vida ese tiempo entre paréntesis. Sin embargo, mi mente, el cerebro conversador, el animal indomable que lo habita, ha escrito imaginariamente sobre un inmenso silencio. Ha escrito frases y palabras aisladas. Frases sin sentido. Frases que no describen la realidad, sino el deseo. Frases ilógicas. Frases interrumpidas por otras frases intrusas y certeras.
He escrito en silencio.
Ahora, el papel falso de la pantalla del ordenador se ha transformado en una diana. Soy un arquero. Permanezco de pie. La mirada fija sobre un punto, un horizonte invisible, que solo existe para mí.  Sostengo el arco. Respiro. Inicio su apertura. Mi mano alcanza la altura de la barbilla, su posición. El arco se balancea. Es imperceptible su movimiento, como tantos sucesos que cruzan la piel de la vida. Pero yo lo siento. Yo siento el vaivén que pretende quebrar mi firmeza. Empujo para ejecutar el tiro.

El tiro, la flecha, es la palabra.

No impacta en el centro de la diana. Impacta en el aire denso de un verano que oscila, como la cuerda de mi arco.

Bajo mi brazo. Mis brazos. El arco queda cerrado. Respiro. Respiro. Ahora, lentamente. Mis pies continúan en la misma posición, enraizados. Mis brazos pesan. Las palabras pesan. Todas las palabras pesan.

Me envuelvo en ellas, de nuevo.

Giro.

Floto.

Soy una palabra que vuela, que no roza el suelo.

Giro.

Floto.

Giro en la burbuja de silabas que  forman todas las palabras.