FOTOGRAFÍA de J. Calsapeu Layret
Se va haciendo invierno.
Caen las luces de las farolas, ateridas,
sobre el suelo cubierto de rocío.
La noche acoge con holgura a los amantes,
a los niños temerosos de sus sueños,
a una anciana que descuenta el tiempo mínimo que resta.
Le cabe, al invierno,
un almanaque de papel de silencio,
de enlentecidas horas,
días absurdos
y hasta hierba congelada que se yergue entre baldosas sucias.
Precisamente, cuando llega, o se hace,
—Porque ¿qué son las estaciones, sino parte divisoria de una nada
configurada como verdad
para que el reloj interno
se haga cargo de su consciencia vital
y celebre el futuro temiendo su fin, su última llegada? —
el invierno escupe su rostro de blancura rota,
de cadenciosa lentitud,
borrando las huellas caducas del otoño.
—En invierno, el pájaro que ocupa mi corazón
abandona su alero, tirita,
impulsado su vuelo
por las frágiles alas cubiertas de su anhelo—.
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