FOTOGRAFÍA de Pura María García
Desconozco qué provoco la incursión inicial que me llevó a adentrarme en sus aguas. No recuerdo, y no creo que recupere la memoria, qué edad llevaba atada a los tobillos, ni qué marcas sostenían -como lo hacen los círculos isomórficos e irregulares que componen la arquitectura vital de los troncos de los árboles- mis manos.
No sé si, por aquel entonces, era niña o la sombra de la niña que no era, pero sé que abandoné la arena cálida de la costa más cercana a mis ojos y, un día, me sumergí en el mar sin color de las aguas que guardan las cosas rotas.
Sobre sus aguas, las que conservan el silencio del tiempo que va quedando en las encías de sus dientes acuáticos, permití la flotación, dispersa y asimétrica, de las preguntas que quemaban, desde siempre, las vértebras, ya doloridas, de mi espalda.
Me pregunté por qué estaba vestida. Por qué mi piel se acomodaba, en su crecimiento, a las fases previsibles de la luna. Por qué sentía, tan tempranamente, mi cuerpo roto por los costados donde la vida había escrito los versos, aún por escribir, lo por venir, lo derrotado.
Y nadé, no habiendo aprendido a avanzar sin tragar el agua-hiel de la palabra, por el mar de las cosas rotas. A un lado y al otro de mis brazos, como un friso acuático, desdeñado por su ausencia de belleza, las palabras dibujaban su trazo geométrico.
Y no vi, ya nunca más, la realidad. Esa que al pasar los años parece no pasar, sino morir enlentecidamente.
Lo que contemplé fue la herida intacta que deja lo que parece real sobre nosotros. Lo que observé y palpé fueron los restos de una serpiente de agua que parece desmembrarse, ir perdiendo su anillada esencia.
Y tomé, con la mano, la palabra.
Ya no supe de las horas, de las ruinas, del dolor…Pues mi alma advirtió, desde entonces, que las horas, las ruinas y el dolor llevan el nombre minúsculo de cada uno de nosotros.
Todo perdió su absurda relevancia. Todo cayó de su pedestal, de su refugio. Pues se afirmó la vida como terminable extensión, como inicio que finaliza en una tierra que es frontera.
Y yo dormí –duermo- desde entonces, entre sábanas de objetos perecederamente solos, entre sombras marinas y peces sin agallas que respiran segundos de luz para alcanzar una momentánea compostura.
La vida, ésta que parece la ladera más húmeda de la nada, se aferra a mí.
Navego, con la quilla de mi gastado cuerpo, por el mar en el que se afirma el vacío y la ocupación de la muerte y de las cosas rotas. Y, mientras el agua intenta engullir las horas en mudanza, mi sonrisa afirma el existir de una certeza siempre fugitiva.
DEJARON SU VOZ ESCRITA…