FOTOGRAFÍA de Pura María García
He puesto, como cada día,
la mesa cotidiana, modestamente inmensa,
a la que me gusta sentarme.
No existe orden,
sí desorden,
ni hay una hora cierta en la que se inicie
el desprendido ritual
de situar sobre ella el alimento,
el medio,
los útiles que dan utilidad
a la ceremonia del intento de saciarme de sentir.
—He de decir, abierto el corazón,
que la saciedad del sentimiento es como el horizonte:
parece ser que nos aproximamos a él,
pero es él mismo quien se aleja
para perpetuar nuestra hambre
y no permitir el descenso al invierno,
al abandono—.
La mesa está en el centro de esta habitación,
un centro irregular,
en su inexacta medida separado
a unas miradas de la ventana de madera
con la que la pared se abre irremediable
a la calle,
a los árboles casi secos que la flanquean:
soldados de hoja caduca
que, al otoño, rinden sus armas de tejido carnoso.
La mesa,
quieta,
nunca inmóvil,
porque tiene vida y es ella quien cede,
a la ausencia de movimiento,
para que mi estomago y mi cerebro se aquieten y la busquen.
La mesa.
Sin más mantel que la madera.
Sin más esquinas que su borde invisible de aire
con el que busca rozar la inexistencia,
jugar a tocarla
y afirmarse, como engañosa naturaleza muerta
que late con un corazón que jamás descubriremos.
La mesa.
Espacio entrópico que sueña
con cuadricularse, tal vez una mañana,
y romper la plenitud crepuscular
con la que la noche la invisibiliza.
Ahora,
mientras lees estos versos,
ya descartados de ser blancos, libres o incompletos,
todo en ella va ocupando su predestinado lugar.
—La predestinación es una planificación que se impone
a la intención
y dicta su sentencia anticipada al orden—.
Están los libros de Rosales, ocupando dos esquinas,
ocupando, en la metáfora,
los extremos de un abrazo
que, en la distancia,
es, en realidad, el tuyo.
La carta entera.
La casa encendida.
Los poemas que resbalan por su tristeza imperceptible
y que tanto nos conectan a la herida.
En el centro del centro,
En el epicentro de materia maderosa
—la mesa es un acto sísmico que agita mis entrañas y me nutre
de belleza
con sus pertenencias—
hay lápices,
dos,
con su punta apuntando a la idea que esperan,
a la palabra,
y a la palabrería,
que sin duda llegarán cuando me siente a esta mesa
en la que devoro
belleza
para no devorarme,
— Autofágico acto, a veces a duras penas evitable—
para creer que es posible la redención del alma,
y la vida que acarrea
en una línea que se revuelve para encontrarse de nuevo,
en el verso,
en el pulso tímbrico del poema.
Hay sobre la mesa,
—esparcidas como las señales que quedan
tras el acto de la cópula carnal
que nos mantiene
intactos
en nuestro sueño,
a salvaguarda del tiempo falto
y de tanto dolor que lastra el navío en que en otro tiempo
cada uno naufragamos—
papeles amarillentos,
trozos de papel blanco
con a-no-taciones,
juegos de palabras,
preguntas,
planes pendientes
que penden de un hilo espeso que juega esquivar la permanente angustia,
la negación,
y nos reta a ser sísifos perseverantes.
Están las frases que dejas llover sobre mi mente
cuando el teléfono nos sirve de ave migratoria
y vuela de tu boca
hasta el alero de mi oído
y se hace huella,
y se afirma huella,
y queda, recortada y expandida,
en una pregunta que nos mantiene anhelantes por encontrar,
tú en mí, yo en ti, ambos en los otros que lleva este nos-otros
recién en construcción,
porviniendo.
La mesa,
Su densidad en anillos de madera.
Su amplitud.
Lienzo sin pintar.
Atajo artificial a la búsqueda inconclusa,
henchida de poesía y de preguntas,
de dudas,
de proyectos que serán, quizás, aves al viento.
Está llena de ti,
de mí,
de Rosales,
de García Montero,
de Antonio Gamoneda…
Llena del alimento, que no me sacia, amor,
pero redime la herida de la vida
con belleza.
👌