FOTOGRAFÍA de Pura María García
Mi muy amado F.,
Hace tan solo unos instantes han regresado algunos recuerdos de la mañana en la que despedimos, a destiempo, aquel verano. El adiós a una luz que no parecía extinguida tomaba forma de costa. ¿Lo recuerdas?
La orilla del mar, aferrada como siempre, a los brazos ocres de la arena, irrumpía en nuestra mirada para acotar, geométricamente, el espacio que ocupábamos -cada domingo lo hacíamos- con nuestros pasos en paralelo. Al otro lado de esa orilla, del azul interrumpido por gaviotas humanizadas, bañistas solitarios braceando rítmicamente para formar un pasadizo, suficiente para percibir su libertad, en las aguas del mar…
Al otro lado, ladeando la realidad, tú y yo emprendíamos incansables el intento de acotar el pensamiento, primero, para romper, después, su perímetro y expandirlo con interrogantes compartidos.
Aquel domingo un padre y un hijo construían formas sobre la arena próxima al punto donde las olas dejaban de serlo y se convertían en materia de espuma aparentemente inerte. Levantaste la mirada a las dos figuras. Levantaste, inapreciablemente, la mano con la que sostenías la mía, creando la contraseña que indicaba que el acto observado tenía un significado especial.
Sin hablar, con una de las formas en las que construíamos (aún lo hacemos) nuestro silencio común, llegamos a la conclusión de que, en la cotidianidad de una playa y un domingo -un indudable símil de la vida- lo imprevisto, lo discordante, lo no esperado, tomaba su lugar y nos advertía de la infinitud de la capacidad para el asombro. Los otros habrían esperado ver humanos caminando por aquella playa, huidos de sus nidos indeseablemente poblados, buscadores de un silencio y una quietud que les habría sido arrebatada o, quizás jamás sentida. La playa como extremo acogedor de la huida desde otro extremo, el de la perdida de la espacialidad y la quietud interna.
Caminamos dejando en el aire denso que siempre nos ha acompañado –siempre lo hará, esa cualidad es esencial al no-singular que juntos hemos ido permitiéndonos- las preguntas y las dudas que nos vestían. Habías encontrado, releído y clasificado, algunos de los apuntes que en tu juventud habías escrito o copiado sobre Hegel y su obra. En voz alta afirmaste la necesidad, que te era -y es- tan propia, de revisar no para certificar la veracidad de lo escrito o lo leído sino, precisamente, para cuestionarlo de nuevo desde la atalaya cambiante del tiempo transcurriendo. “Estaría bien escribir una lista de todo lo que hay en esa carpeta, un índice”. Yo sonreí cuando describiste la funcionalidad de los índices no como giro de llave para encerrar un libro o el cuerpo de pensamiento de un autor, o de ti mismo, sino como brújula con la que navegar entre las ideas sin demorar el hambre voraz de tu intelecto.
Como brújula, siempre como brújula.
Era patente tu desdén hacia las cadenas y los límites impuestos. El índice no era una argolla que encasillaba los capítulos, como tampoco las palabras son definitorias de un yo que se niega a ser retratado como un completo invariable frente al espejo de la caracterización. Sonreí. ¿Cuántas veces he sido consciente de que las preguntas que te hacía no estaban dirigidas a ti, sino a mí misma? ¿Cuántas las afirmaciones, impulsivas, sostenidas en una determinación con el tinte de los colores de la infancia, no buscaban tu escucha sino hacer eco en el yo que estaba latente, como personalidad paralela en mí?
En aquel paseo divisamos una mansión que, ante nuestra vista, se erguía como una mancha oxidada, una muestra de la decadencia de lo material frente a la permanencia, irreal, de la constancia del tiempo y su empeño en ser inacabable.
La casa estaba rodeada de árboles que crecían a pesar de la escasez de la lluvia y, con mucha probabilidad, del abandono de sus dueños. La resistencia de lo vital sobre el ataque humano de la huida de la responsabilidad, del desarraigo intermitente, del capricho y el gusano que nos hace poseer lo que ansiamos antes de convertirlo en objeto denotador de los síntomas destructores que afectan a lo asociado a “las pertenencias de uno”.
Frente a nosotros se mostraron, como restos del esqueleto erosionado por la humedad y el salitre, arcadas dibujadas bajo la cuadrícula de ladrillos que habían perdido, sin duda, su vívido color original. Sin embargo, nuestros ojos, los de ambos, se centraron en los colores de los diminutos frutos morados, rojizos, granates que pendían de las extrañas hojas descendientes de las arcadas. Nuestra mirada común, sin haber sido acordada previamente, espontáneamente vital, impulsiva, respondía al proceso generador de intersección que compartimos en el instante en que, años atrás, nos reconocimos, hablando de la herida que está instalada en la esencia de lo humano.
El verano, su existencia estacional, había terminado unos días antes. Nosotros, como hacíamos –hacemos-con el pensamiento y las ideas, nos negábamos a la imposición de lo concluso, a la asfixia de lo cerrado sin más razonamiento que la inercia.
Del mismo modo, tú, apasionadamente, reafirmabas la riqueza de no encerrar a Hegel en sus textos, sino ambicionar su ubicación en un determinado tiempo histórico, ahondar en el externo que explicita los matices de su pensamiento.
Sonreí de nuevo, antes de comparar mentalmente, nuestras apreciadas conversaciones, con aquellos frutos que habíamos contemplado, segundos antes, descender de las arcadas de la mansión, de las arcadas que encierran, sin cerrar, el pensamiento.
La luz, sobre el mar, pareció entonces un velo inagotable que permanecería hasta el siguiente verano esperando vernos, de nuevo, conversar con nuestra voz y nuestros pasos.
Amado F., como imaginarás, no pondré punto y final a esta nueva carta con una frase de despedida al uso. Desusar lo usado es desaprender, cruzar la vida vadeando lo previsible. Al contrario, establezco en esta línea un final fugaz, transitorio, a mis palabras, pues una nueva carta, su derrame en interrogantes, dudas y palabras, anda gestándose ya en este pensamiento mío, reconstruido, en reconstrucción permanente gracias, en gran medida, a la forma en que tú me tiendes, cada día, el tuyo. L.H»
Traducción/Adaptación de la Carta XXII, Summer’s ending, del libro «Letters to a rigorous Idealist» de L.H
DEJARON SU VOZ ESCRITA…